El centro de la cultura occidental es la represión. Pero para aliviarla, y no dejar que la propia cultura se disuelva, la solución encontrada es erotizar la misma represión. Todo lo que produce y difunde Occidente, a través de los soportes mediáticos, está vinculado con elementos represores erotizados: las ropas, los accesorios, los perfumes, etc. Un perfume reprime el olor natural del cuerpo, mas suele producir sensaciones eróticas. Al dolor erotizado todos sabemos cómo se lo denomina en la psicología. Y para todos los efectos, el mejor policía es el «qué dirán», que estimula con grandilocuencia y pune al mismo tiempo, y con asombrosa competencia. Ese vaivén entre una represión que se alimenta a hurtadillas, en dosis homeopáticas, y una explosión placentera, como descarga natural, suele esconder lo que hay de más íntimo en el ser humano; aquello que no puede ser reprimido pues es omnipotente, eso que no puede ser castigado pues es invulnerable, aquello que no puede ser asesinado pues eterno siempre ha sido. Eso que el poeta toca, lo que el músico balbucea, aquello que los artistas plásticos crean es el testimonio de la existencia de su propia identidad celada. No hay revolucionario más auténtico que un artista, pues su quehacer es una daga que se clava en la opresión. Y el artista en su plenitud espiritual llega a ser un santo, como Whitman, como Francisco de Asís, que descifraron el poema, tal como el propio Borges lo atestiguó algún día.
(Conversaciones con César Giraldo, años 90)
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