Fui inventado en un encuentro y no me acuerdo; fui elaborado en casa cuerdo y maltratado en un colegio en donde miedos se fraguaron, se volvieron concreto –toda una obra de ingeniería eclesiástica y civil. Me volví asmático, paradójicamente para ganar un aire, y que me dejaran libre, y que respetaran mi cara de sonso y mi estado lleno de vericuetos. Mi padre me dijo: “no podrás ser abogado, lo sé por experiencia, pues la polvareda de los procesos que impregnan los libros de los juzgados y notarías te hará mal –eres un rapazuelo alérgico y sensible. Tal vez seas poeta, pero te recomiendo ser ingeniero, para que aprendas cómo las palabras se encajan, y descubras alguna tecnología milenaria y olvidada para hacer tus versos, y además de todo puedas tener un empleo, que no te deje morir de hambre, ni de miedo”. Me volví ingeniero buscando el secreto del verso, leyendo el cálculo de Apóstol y algunos libros de André Malraux, de los poetas malditos y de algunos egregios. Sobreviví a los lánguidos versos de Guillermo Valencia y sus secuaces, que tuve que aprender de memoria en el colegio; nada que el tiempo y el olvido no curen, como curan una herida, o toda pasión sufridora, por un amor perdido. Estudié los trabajos de Claude Shannon y de Norbert Wiener, que teorizaban matemáticamente sobre lo que podíamos llamar de información, que se convirtió después en informática, y caí en la tentación de asociarlos a los descubrimientos de Crick y de Watson sobre el DNA y la dupla hélice. ¿Seríamos por acaso sólo información codificada en secuencias de nucleótidos y cadenas de aminoácidos? Y en esas preguntas de lo que somos me descubrí haciendo versos, enamorando chicas, mozas y damiselas, y eludiendo el miedo, ese fiel e incansable opresor al que aprendí a guiñarle el ojo, para poder darle un beso, y que me dejara en paz por algún tiempo. Para no naufragar me agarré a las sinfonías, conciertos y sonatas de Mozart, de Beethoven, de Schubert, de Rodrigo; al talento de Satie y Debussy, a algunas músicas compuestas por los sufridos compositores de jazz negros. Descubrí el secreto del poder de las viejas canciones que se filtran por las ventanas, por debajo de las puertas, por las rejas de las cárceles: es sólo aliar una bella música a algunas palabras sueltas, que evoquen alguna verdad no contaminada por el moralismo, la religión y la falsa ética. O sea que traigan a colación una verdad pura, sin tapujos ni rodeos. Cuando iba a desfallecer un gran amigo me enseño a escuchar el silencio y asumirlo como preces. Me explicó el poder de ciertos sonidos, que detienen la mente, y dejan trasparecer el poema y a olvidar, por un momento, al pensador, al que hace, al poeta practicante. Finalmente, redescubriendo los tiempos del colegio, para resolver conflictos viejos, coloqué algunas letras en papel, y Peter Moreno dijo algo en medio de mis temas –como un médico ducho haciendo un diagnóstico terminal: “eres escritor y no podrás zafarte de ese quehacer, amigo mío, tan fácilmente”. Fui inventado de nuevo por mi padre y por um amigo, como escritor, como poeta y como ingeniero; me reinvento en cada trova, me sustento en un oficio y me muero un poco en cada verso –pero aquella mujer que amo me torna alegre y sempiterno.
(Brasilia, junio de 2013)
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