Amo a los perros, sobre todo a esos vagos andariegos que andan holgazanes como el viento, tal como insinuado por aquel evangelista —«el viento sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va». Así, escucho sus latidos desde mi cobijo, cuando los echan de las iglesias y de los lugares más sagrados que, para mí, lo dejan de ser por ese mismo motivo. Me identifico tanto con ellos que si hiciera un escudo de armas para mi linaje no habría un león, ni un tigre, o un águila. Tendría en su diseño un perro callejero, levantando la pata y meando en la puerta del atrio de una iglesia.