Mi amigo médico y terapeuta Álvaro Gutiérrez alguna vez me envió una bella frase, de la que él ni yo sabemos su procedencia hasta ahora: «el lenguaje es para el hombre como el agua para el pez y ambos no saben lo vital que es para su supervivencia». Tal vez sea de K. Kraus o de N. Chomsky, pero no importa ahora, pues lo que quiero es conjeturar sobre el tema del lenguaje y sus derivaciones. Estaré hablando del lenguaje fundamental, del lenguaje articulado con algunas generalizaciones, como precursor de otros lenguajes, que pueden envolver imágenes, símbolos específicos y otras cosas. Por otro lado, pretendo quedar alejado, en la medida de lo posible, de la parafernalia teórica de la semiótica y la semiología. También me permitiré afirmar que el lenguaje puede tener estados, tal como la materia: sólido, líquido y gaseoso (espero que se me perdone este acto arriesgado, tal vez pendenciero). Nota: los físicos hablan de un cuarto estado, el plasma, en el que las partículas están cargadas eléctricamente, y puede interactuar con campos eléctricos y magnéticos; pero no lo tendré en cuenta en esta discusión.
Así, pondré, sin mayores aspavientos, que el lenguaje articulado que usamos en el día a día sería su estado sólido (incluyo aquí sus formas hablada y escrita). En este estado, el lenguaje nos permite contar historias y hacer conteos. En el primer caso, tenemos la prosa, que genera la literatura en la mayor parte de sus géneros, mientras que en el segundo tenemos el lenguaje matemático, que permite hacer cuentas, generar cuerpos y ecuaciones, enunciados formales y la lógica que sustenta las ciencias exactas y sociales. Podríamos esgrimir argumentos de que la ciencia solo aparece en las culturas cuando el lenguaje coloquial se torna suficientemente preciso para generar sentencias sólidas en sus significados, tal como ocurrió en la Grecia antigua. O sea, la matemática es el lenguaje más sólido que tenemos, de allí su necesidad de eliminar ambigüedades, cuidar de sus parábolas internas, para servir como metáfora a la mecánica del mundo.
Podríamos discutir si es posible contar historias con el lenguaje matemático; por ejemplo, una teoría fuertemente matematizada como la relatividad nos cuenta algo sobre la estructura del espacio, del tiempo y de la gravedad en un lenguaje altamente especializado. Así, es plausible decir, sin forzar mucho el discurso, que las matemáticas nos permiten contar historias a través de enunciados, regidos por relaciones de equivalencia (a veces por desigualdades), en la forma de ecuaciones. Agregaríamos que la formulación de una ley científica nos cuenta algo de cómo el universo, o la naturaleza, se comporta o se ha comportado desde siempre.
El estado líquido del lenguaje sería la poesía: digo además que puede haber un estado pastoso, semi líquido. Pero, de cualquier manera, esta liquidez de la palabra y de las sentencias permite que la metáfora sea más significativa que el objeto: ese es el viejo truco del poeta. O podríamos decir que la metáfora dice lo que no es posible expresarse con el lenguaje directo, y nos inspira a ultrapasar el límite de Wittgenstein: «lo que no se puede hablar hay que callarlo». Pero dejemos que sea un poeta el que lo diga (Octavio Paz, en Decir, hacer):
Entre lo que veo y digo,
Entre lo que digo y callo,
Entre lo que callo y sueño,
Entre lo que sueño y olvido
La poesía.
Se desliza entre el sí y el no:
dice
lo que callo,
calla
lo que digo,
sueña
lo que olvido
. . .
En el estado gaseoso, coloco la música donde la metáfora se volatiliza: los físicos nos dicen que en ese estado las partículas tienen alta energía, y se mueven aleatoriamente. Me atrevo a sugerir que la música representa un nivel más alto de abstracción del lenguaje. Digamos que los músicos elucubran en ese estado, y en su tarea de componer aprovechan y exploran los recursos que ese estado define a priori. Tal vez la metáfora volatizada sea el prenuncio de que sentido y forma son dos caras de la misma moneda en el universo musical, como algunos teóricos lo afirman.
Aprovechando la metáfora del lenguaje en la forma de estados, podríamos afirmar que el lenguaje puede tener estados intermedios y sufrir transiciones de estado. Por ejemplo, la canción sería música con algo solidificado, lo que permite que el mensaje se filtre por debajo de las puertas, o por las grietas de las prisiones, como lo afirmaba alguna vez el músico francés Francis Lai. Por otro lado, muchos escritores usan la «prosa poética» como recurso descriptivo (transitan entre dos estados) y les va muy bien.
Me concentraré ahora en el estado sólido del lenguaje, que envuelve la prosa y el lenguaje matemático. En la prosa podemos, entre otras cosas, conjeturar y armar sistemas que caben en lo que llamamos filosofía. Pero como hemos asumido que el lenguaje permite contar historias, inclusive en las matemáticas, podemos conjeturar que en la filosofía también narramos historias, que nos remiten a nuestras preguntas fundamentales en el ejercicio de existir. Al fin y al cabo, una historia también puede dar respuestas.
La relación entre ciencia y matemática la podemos ver como un matrimonio exitoso y estable, a pesar de que podemos encontrar teorías no matematizadas, como la teoría de la evolución de Darwin, como alguna vez lo dejó claro el físico Amit Goswami en una entrevista. Pero el método científico exige una aplicación lógica rigurosa. En este sentido, a pesar de que la lógica surge como un tema filosófico (desde Aristóteles) la misma también se convierte en matemática, en el siglo XX, como consecuencia de sujetos como el ruso Alfred Tarski y otros lógicos matemáticos contemporáneos. Ah, y no olvidemos que la prosa filosófica también debe ser regida por fundamentos lógicos incuestionables. Pero si insistimos en que ciencia y prosa son universos separados, recordemos lo que la poetisa Muriel Rukeyser nos dice sobre este tema: «el universo es hecho de historias, no de átomos».
Una pregunta importante es si es válido incluir explicaciones de las ciencias duras en problemas filosóficos o viceversa. Teniendo en cuenta que estamos hablando de dos áreas del lenguaje en el mismo estado (sólido), podríamos decir que tal vez sí, pero deberemos contornar el problema de que la ciencia usa herramientas matemáticas y la filosofía en principio no. En este sentido muchos critican el hecho de salir colocando modelos o términos científicos para hablar de temas abordados en prosa, casi siempre filosóficos, y denominan a esta impertinencia (o desfachatez) como saltos mortales. Pero tengamos en cuenta que temas como la naturaleza del conocimiento científico y de la mente, la inducción (saltar de lo particular para lo general), la falsabilidad de teorías (en el contexto de K. Popper) y la demarcación entre ciencia y pseudociencia han sido abordados tanto por filósofos como por científicos. Otro ejemplo, la explicación de por qué las cosas caen (y no suben o levitan) tuvo primero explicaciones filosóficas y después abordajes científicos, y bien matematizados. O sea, a través de la historia podemos observar un flujo de explicaciones desde el área filosófica hacia el área científica. Pero lo que se critica es hacer el recorrido inverso.
Esta crítica puede ser motivada por varias circunstancias: (a) las formas de la prosa, incluyendo la filosofía, son menos sólidas que la ciencia; (b) el flujo de conceptos de la ciencia, para insertarlo en cuestiones filosóficas, puede ser visto como una vuelta al pasado; (c) el flujo de conceptos de la ciencia hacia la filosofía implica un «derretimiento» de una estructura solidificada (digamos, matematizada): una pérdida de rigor y una abertura al charlatanismo.
Pero no debemos perder de vista que de cualquier manera estamos contando historias, dando explicaciones en diferentes niveles de abstracción. Esta transición de niveles de abstracción es muy común en la ingeniería, en donde los diseñadores describen sistemas en lenguajes de alto nivel de abstracción (más cercanos al lenguaje natural) y después usan herramientas conceptuales para transformar dichas descripciones en niveles más cercanos a la fabricación (más sólidos). Estos transcursos o trayectos son denominados en la teoría como procesos de síntesis. Pero una diferencia básica es que los procesos de síntesis están fundamentados en formalismos matemáticos que garantizan la equivalencia entre las descripciones en cualquier nivel.
Así, el problema de usar descripciones basadas en formalismos matemáticos en áreas prosaicas es que no hay herramientas formales que refrenden la equivalencia de tales descripciones. Digamos que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Pero recordemos que si la poesía representa otro estado del lenguaje (el estado líquido), diferente de la prosa (el estado sólido), nadie critica el hecho de transitar en estos dos universos. O sea, hay una indicación de algún tipo de preconcepto contra los textos que usan conceptos científicos para abordar temas que aún están en algún nivel filosófico o prosaico. Un ejemplo clásico es el uso de términos de física cuántica para abordar temas de superación personal, en lo que llamamos literatura de autoayuda. Y hay cierta razón en esta crítica, pues si en la filosofía de la ciencia (la epistemología), a veces llamada también «la ciencia de las ciencias», se puede describir su evolución como cambios de paradigmas (los benditos saltos mortales de Thomas Kuhn) estos no son cuánticos, como definidos con rigor en la física. Hay sin duda una falta de cuidado en el uso de ese término en temas prosaicos, pero podríamos inventarnos otro…
Tal vez sea viable usar algunos conceptos científicos como analogías explicativas, teniendo en cuenta que la función del lenguaje es contar historias que den respuestas a los problemas del sujeto, como ser viviente. Tal como el poeta usa la metáfora para apuntar a lo inexplicable, un concepto científico puede ser usado como una analogía para dar algún sentido a cierto aspecto de la vida. O sea, puede ser criticado como arriesgado (y lo es) pero no puede ser condenado, a toda costa, como un acto pendenciero.
Voy a poner aquí un ejemplo de salto mortal que funcionó bien hasta ahora: el del profesor de literatura inglesa Marshall McLuhan (especialista en Shakespeare) que llegó a ser un influyente teórico de la comunicación, y desarrolló una serie de ideas que cambiaron la forma en que entendemos los medios de comunicación y su impacto en la sociedad. Conceptos como aldea global, medios fríos y calientes, los medios de comunicación como extensión del hombre, han interesado tanto a científicos como a ingenieros. Su frase más famosa «el medio es el mensaje» advierte cosas como: (a) el medio transforma/deforma el mensaje, (b) el medio tiene un impacto significativo en cómo se percibe ese mensaje y en cómo afecta la comunidad, (c) el medio es tan importante como el contenido del mensaje pues sugiere una tecnología prevaleciente y, por lo tanto, una manera de pensar intrínseca del que emite y del que recibe; o sea, el medio hace parte del lenguaje, y por lo tanto del mensaje. Y si llegamos al límite, como se suele hacer en el cálculo elemental, tenemos que el medio es el mensaje. Sería pendenciero acusar a McLuhan de falta de rigor, pues era un investigador serio de la literatura shakesperiana; digamos que solo se atrevió a mirar más allá de su nariz, tal vez a soñar.
Podemos inclusive percibir en él un salto mortal triple, pues sus conceptos permean tanto la filosofía, como las teorías de la comunicación (matematizadas o no), con un pie en la poesía. Dejemos que el poeta hable; en este caso, Shakespeare (el ídolo de McLuhan) sobre estos temas, en un trecho del soneto 76:
Por qué mi verso es siempre tan carente
De mutaciones y variación de temas?
¿Por qué no miro las cosas del presente
Atrás de otras recetas y sistemas?
¿Por qué solo escribo esa monotonía,
Tan incapaz de producir inventos
Que cada verso casi revelaría
Mi nombre y su lugar de nacimiento?
. . .
Bueno, el soneto termina haciendo referencia al amor cortés, pero ya con este trecho podemos afirmar que McLuhan superó la monotonía de ser un oscuro profesor de literatura inglesa a través de un salto mortal triple convirtiéndose, además, en un protagonista de los movimientos hippies y pop que surgieron en esos tiempos.
Digamos que ir de la ciencia hacia lo prosaico tiene sus peligros, pero también puede ser fuente de conocimiento, y debemos recordar que no todo conocimiento es científico, como en el caso de la acupuntura, una técnica milenaria, pues los que se la inventaron no eran científicos, en el rigor del término que tenemos en nuestros días.
Si nos centramos en el universo de la música (el tercero estado del lenguaje) podríamos observar que música y poesía tuvieron una hermandad garantizada en la antigüedad: los músicos eran poetas y viceversa. Su separación puede ser explicada por la complejidad a que llegó la música, como disciplina del arte. Como ejemplo de esta complejidad, en el contexto actual, podemos observar que es posible formar buenos ingenieros en 4 años, pero ese tiempo es insuficiente para formar un buen músico. Y este problema fue percibido de manera clara algo después del periodo trovadoresco de Occitania, en donde comienza a observarse la separación de los oficios de ser poeta y de ser músico. Podemos alegar que la rima (inexistente en la poesía clásica) fue inventada para aliviar el divorcio entre poetas y músicos, una estrategia para que una palabra dicha recuerde otra, como el Fausto le explica a Helena de Troya en la obra de Goethe, y crear así un efecto musical. De esta manera, podemos decir que poesía es una cosa y música es otra. Pero a nadie, en sano juicio, se le ocurriría condenar a un poeta o a un músico por transitar fructíferamente entre las dos artes, que representan dos estados diferentes del lenguaje, o acusarlo de notable ejecutor de saltos mortales.
Finalmente, volviendo al tema del uso de términos científicos en temas prosaicos, citaremos el caso de la «entropía» definida en el contexto de la física por Ludwig Boltzmann y otros científicos. Dicho término está asociado a la tercera ley de la termodinámica e indica una medida de desorden, que aumenta en los procesos llamados irreversibles, en los que siempre se genera calor; y calor es energía, algo que se pierde y que no puede ser reaprovechado (digamos así). El concepto de entropía ha sido usado, o indirectamente insinuado, por varios filósofos de la ciencia tales como Ilya Prigogine, Henri Bergson y otros, y es citado por neurocientíficos y escritores, entre otros, quizás porque está asociado al problema del tiempo, y vinculado, por carambola, al problema de nuestra finitud como sujetos (envejecemos porque nuestro cuerpo tiende a desorganizarse, a aumentar su entropía). Digamos, que el aumento de la entropía es el único rastro visible que deja esa entidad fantasmagórica a la que llamamos tiempo. En resumen, qué es el tiempo es una pregunta filosófica esencial, formulada desde la Grecia clásica por Anaximandro y otros sujetos; así que condenar un filósofo o cualquier prosista por usar el término «entropía» en sus discusiones sobre el tiempo sí sería realmente un acto pendenciero. Tal vez lo que debería dejarse claro es la prudencia de pedir un beneplácito sobre el uso de un término científico que podría ser una metáfora válida para encaminar una respuesta parcial sobre algún tema filosófico. Al fin y al cabo, todos estamos nadando en el lenguaje, como un pez en el agua, lleno de pantanosas islas fluctuantes y de burbujas gasificadas, como fuera citado por mi amigo Álvaro Gutiérrez. Finalmente, quería agregar una pequeña nota al tema de la entropía, como metáfora del desorden, y hacer una alegoría al estado gaseoso, al que hemos vinculado la música, donde la física describe sus leyes en términos de probabilidad y estadística. Si suponemos que entropía y tiempo tienen una correlación grande, por lo que sabemos hasta ahora, podríamos sospechar algo sobre la frase final del Otro poema de los dones, de Borges, esa especie de dádiva: «Por la música, misteriosa forma del tempo».
P.D. Había advertido que no trataría el tema del cuarto estado (el plasma) y su asociación con el lenguaje, pero dejo aquí una breve disquisición: me atrae fatalmente la posibilidad de que estemos deslizándonos constantemente, y sin saberlo, en un estado superior a la poesía y a la música, sobre estructuras prefabricadas, como si fueran toboganes del lenguaje. Mi hipótesis es que estas estructuras funcionan como «arcanos», o también las podría denotar como «arquetipos», siguiendo el camino jungiano. Hablando de esto, Jung alguna vez advirtió que el único arquetipo descubierto, y aceptado, por Freud había sido el complejo de Edipo. Inclusive Freud, en sus ensayos sobre Moisés y la religión monoteísta, aborda el trazo de Amenhotep IV (Akenatón) como efecto de su conflicto edipiano, el desafío a la autoridad del padre, idea que enfureció a Jung. Otros pensadores, como Claude Lévi-Strauss, han adoptado otras estructuras repetitivas que funcionan como tabúes organizadores en las sociedades, por ejemplo, el rechazo al incesto. Y aquí va mi salto mortal: hay un trazo organizador en el lenguaje que nos impele a la unificación. De allí derivan el monoteísmo y toda nuestra obstinación en alcanzar cualquier teoría o idea unificadora, en la ciencia y tal vez en el resto de nuestras actividades.
(Carlos Humberto Llanos)