martes, 24 de diciembre de 2019

Un epílogo de una vida


"Ellos no se van, hace rato se han quedado en nosotros, formando parte de nuestra forma de ver el mundo y la vida."

Con esa frase mi amigo y colega  César Arévalo me consolaba cierta vez por la pérdida de los viejos queridos, que tienen que irse, imperativamente, algún día. Freud decía que no había dolor más profundo para un hombre que la pérdida del padre. Jaime Sabines lo describe en su poemario: «En el capullo de tu ausencia crece mi corazón, ¿larva de ti?» Hace pocas horas se nos fue Marino Ramírez Duarte, que me enseño la necesidad de vivir la vida intensa y honestamente. Y es que lo enseñaba continuamente, con su pintura de trazos fuertes y austeros, que reflejaban su amor por lo vernáculo; que lo hacía extender en la música que escuchaba, en la poesía que recordaba y en la arquitectura que adoptó. Su humor era agudo e incisivo, y solía mantener una seriedad cuando soltaba un comentario que nos mantenía tensamente entre la risa y la reflexión. A veces su humor astuto salía como un golpe que dejaba grogui a su destinatario, y todo se resolvía en una risa contagiante y prudente. Claro, todos sabemos que el humor es una forma de ver el mundo, y Estanislao Zuleta trata este tema en su libro sobre el poeta colombiano Luis Carlos López (a veces llaman al humor infiltrado en los versos «antipoemas»).  El humor profundo es complementar al discurso poético y también  una defensa en la experiencia de vivir —una trinchera. Pero cuando la visión humorística toca temas trascendentales, en la frontera de la vida y de nuestra comprensión, suele rayar en la espiritualidad, pues de la risa viene una reflexión y, finalmente, un silencio. El mismo silencio que surge después de la lectura consciente de un poema de Octavio Paz o de la escucha de una suite de Bach.