lunes, 20 de noviembre de 2023

Más allá de lo poético: entre Wittgenstein, Lacan y san Agustín

De lo que no se puede hablar hay que callar, la famosa frase de Wittgenstein muestra la frontera de lo conceptual, de lo textual: los límites de lo literario. En los linderos del lenguaje hay la misma sensación que tenían los navegadores de la Edad Media sobre el Atlántico, y de los monstruos que ocuparían ese hábitat. Pero la ciencia ha descartado en nuestros días lo monstruoso como posible inquilino de lo desconocido. Ahora nuestros monstruos pueden ser discutidos, disecados, y han caído en el campo vulgar de la «anormalidad». ¿Lo que inevitablemente es silencioso es real? ¿Lo que está más allá de lo anormal no podría ser revelado, y ni siquiera cabría en lo quimérico? Lacan habla que lo real no puede ser dicho, pues estaría fuera de lo simbólico, del mundo de las palabras, de lo que está vinculado al significante. Y también estaría fuera de lo imaginario, de lo representable, de la imagen como constructora del ego.  Así, los lacanianos nos presentan una nueva trinidad: lo simbólico, lo imaginario y lo real (SIR). En el quehacer literario, lo simbólico es un campo nato del prosista, y los linderos de lo simbólico y lo imaginario con lo real sería la cuerda floja de lo poético, por dónde los rapsodas transitan (y a veces naufragan). ¿Qué relación hay entre lo real y lo verdadero? Bueno, parece ser que lo verdadero está en lo simbólico, es lo que nos dicen lacanianos y seguidores, en lo que podemos decir como «es verdad», lo que da todo peso a lo científico. En lo imaginario tendríamos lo que puede ser hecho y  apenas comentado: debe ser  el reino de las artes plásticas.  Una duda sería si existe un encuentro entre lo imaginario y lo simbólico que sustente una convergencia duradera entre el arte y lo científico; o si lo verdadero podría invadir el océano de lo real (o al contrario): sería el silencio como Verdad, indemostrable en lo simbólico mas latente como un pulsar.  Sin duda, más allá de lo simbólico y lo imaginario es el campo de la fe, no necesariamente de la religión. Y quien se aventura en el espacio de lo ajeno al lenguaje y de la imagen retornará en el mutismo, sabrá que algo ocurre, pero ese atisbo no cabrá en la literalidad, ni en lo artístico. Si aceptamos que eso pueda ser Dios, o cosa parecida, una profesión fincada en la blasfemia sería la de teólogo. Por eso será que santos callan mucho más de lo que dicen, y que todos, si aún son sensatos, se niegan a discutir, y fracasan inevitablemente en la escritura. Tal vez sea un diagnóstico válido para san Agustín.