jueves, 31 de enero de 2019

Caminos II


Cierta vez le pregunté a mi esposa Clarice si ella creía que mi padre, si aun viviera, se sentiría orgulloso de mí. Sorprendida ella me recordó, gentilmente, mi historia familiar, los títulos universitarios, mi carrera como docente, y cosas parecidas, haciendo énfasis de que cualquier padre se sentiría orgulloso de un hijo con esa trayectoria de vida.

Pero mi pregunta tenía como origen un recuerdo de mi adolescencia, después del fallecimiento de mi padre. Mi mamá solía decir que yo era el hijo más parecido con su prematuramente fallecido marido, el cual tuvo siempre una rara sabiduría para responder preguntas, de cualquier tipo, de dar orientaciones de vida para los sujetos que se aproximaban de él, así como una habilidad contundente para descifrar ese tipo de señales que la vida coloca en el día a día de las personas.

Así, mi madre comenzó a hacerme ciertas de preguntas, esperando las respuestas que tal vez mi padre le pudiera ofrecer. Y a cada nueva pregunta mi respuesta era un frustrante silencio, y algunas señales en mi rostro que respondían de por sí: “no tengo ni idea sobre la respuesta para eso”.

Obviamente que la vida siguió su curso, me hizo hasta erudito en algunos temas y me dio la oportunidad de hacer algunas ligaciones entre ciencia, arte, tecnología, educación y temas correlatos. Tuve contactos con varias vertientes filosóficas y religiosas. En algunos momentos me declaré ateo, en otros agnóstico, pero nunca me definí como un creyente de alguna religión o filosofía de vida.

En cierto periodo de mi vida me sometí al psicoanálisis y comprobé, en carne propia, lo que Estanislao Zuleta decía sobre los anarquistas y libertarios: “son un bando de rebeldes que tienen un problema escondido con su papá o con su mamá”. Lo mismo suelo decirle a cualquier persona que me abalanza sobre la cara su anarquismo, su ateísmo, su comunismo, o cualquier ladrillo ideológico. Todos y todas deberían tratarse primero en el diván.

Tuve encuentros con propuestas que recomendaban el silencio como práctica diaria para responder aquella vieja pregunta: “quien soy yo”. Y me parecieron prácticas valederas para cualquier persona, sobre todo porque por ese camino el silencio se vuelve elocuente, automáticamente, como respuesta para cualquier pregunta relevante sobre la vida, y sin guardar cualquier sentimiento de culpa.

En mi caso funcionó, pues mi convicción de no saber dar respuestas para preguntas fundamentales, que cualquier ser humano puede hacer, se sedimentó totalmente. Pero tal vez no consiga expresar bien esto, pues lo cierto es que este proceso me permitió desvestirme de cualquier ropaje ideológico, en cualquier área, por ejemplo, en el arte, en la política, en la filosofía, en la espiritualidad.

Hablando de espiritualidad, ésta siempre fue algo natural, en el sentido de que era completamente compatible con mi inhabilidad de dar respuestas a preguntas fundamentales. Y nunca se la cedí a ninguna religión. Siempre la vislumbré como aquel lugar en donde mi incapacidad de dar respuestas residía y era natural y, por lo tanto, explica el por qué las técnicas meditativas me atrajeron tanto durante la vida.

En juventud siempre critiqué a Sócrates por su postura de “sólo sé que nada sé”, en cuanto conversaba con sus alumnos, generando una vasta arquitectura conceptual que dio fundamento para la cultura occidental. Su famosa frase me parecía una mezcla de pedantería porteña con mamagallismo caribeño.

Ahora lo comprendo como un personaje muy safo, que respondía una pregunta con otra, sin que sus discípulos percibieran su estrategia. Un tipo de respuesta que no funcionaría para los colombianos, que de ingenuos no tienen nada. Tal vez si yo hubiera utilizado ese estilo con mi madre me habría salido mejor; pero creo que ella tampoco se hubiera dejado embromar por un hijo tan insolente.

Pero ahora veo esa especie de incapacidad socrática, de responder a cosas básicas y esenciales, como la respuesta que un niño normal daría a una pregunta sobre física cuántica. Algo como, “¿de qué está hablando este loco? Mejor me voy a jugar al parque”.

Así mi sensibilidad fue ganando libertad con los años, haciéndome sentir bien con personas simples y sinceras, que hablan, cantan, rezan, discuten teorías científicas, artísticas o filosóficas, sin cualquier cuño ideológico. Y si me convidan a rezar en la mezquita, en el ashram, en la iglesia, en cualquier templo, sin colocar sobre mi cabeza cualquier proselitismo, estoy dispuesto a participar. Esto para mí equivale al convite que un grupo de niños hace a otro infante, para jugar y tener un contacto verdadero con la vida. Pues al final de cuentas ahora acepto que sólo sé que nada sé, y lo digo sin cualquier intención demagógica.

Suelo visitar pequeños templos y capillas, en donde siento que existe alguna silenciosa fuerza telúrica, que pueda hacer resonancia con mi silencio interior. Los escojo sólo por ese motivo, y les guardo fidelidad. De algunos de estos lugares me han expulsado, siempre por mi necesidad compulsiva de libertad, y así peregrino para otros.

Mi postura espiritual es una mezcla callada de hinduismo, budismo y cristianismo. Esto último atañe únicamente al evangelio, ese compendio simple de espiritualidad, de afecto y de realismo mágico. Me siento alegre al frente de la ternura lúdica de un pesebre y con las luces de navidad. Si fuera un dictador de un país caribeño ordenaría que estos objetos permanecieran presentes todos los días del año, pues el mundo aparenta estar más íntimo, familiar y tranquilo con ellos. Para mí es la misma sensación de observar estrellas en el firmamento, durante una fresca madrugada.

Cualquier escrito que intente colocar el dedo en la llaga, sobre nuestra ignorancia imperecedera, y lo haga de una manera poética, lo paso a considerar como un texto sagrado. Cuando me refiero a lo objetivo y subjetivo sólo lo veo como literatura, específicamente como prosa y poesía. Cualquier fórmula o ecuación matemática tiene un léxico, una sintaxis y una semántica, tal como cualquier texto literario. Y esto puede ser extendido al universo macroscópico y microscópico. Todos los artistas y científicos son cazadores de estructuras y de significados, que para mí no dejan de ser literarios.

No veo mucha diferencia entre la ecuación de Schrodinger y la Odisea de Homero. Las percibo como estructuras literarias que trasmiten comportamientos, de elementos naturales o humanos. En Ulises vemos determinaciones, contradicciones, sagacidad para ocultar las cosas, y también lo imponderable; tal que acontece con las descripciones y fenómenos de la física cuántica.

Nunca me sentí bien justificando lo injusto por teorías reencarnacionistas y esto me trajo problemas con grupos y personas que defienden tales posturas. Acostumbro a emocionarme y llorar con los desastres, con las enfermedades, con los pesares, con los adioses, descritos en la vida real, en las novelas, en las artes escénicas. Y si consigo ver todo eso como literatura, no consigo dejar de sentirme integrado con esta novela global, multimediática, llena de misterios, de belleza, de dolores y de cosas frustrantes. Y esta sensación de integración la acostumbro a denotarla como compasión, que abarca todos los reinos naturales. Hasta suelo sentir pesar de arrancar una flor de su habitad natural, y un dolor inmenso por el genocidio que ejercemos contra los animales. 

Tengo una relación estrecha con la música, y abordo el estado meditativo como un silencioso canto musical, interior e íntimo. Mi amigo César Giraldo decía que la música era lenguaje líquido, y por eso podía infiltrarse por los poros de las paredes, pasar por debajo de las puertas, sin las barreras conceptuales que los discursos suelen poseer. En mi opinión el jazz consiguió juntar cabalmente la parafernalia armónica y el refinamiento de la música erudita occidental con la africanidad. Por eso lo prefiero sobre cualquier  ritmo latino, recibiendo, por esto, salseras criticas.

Más específicamente me es grata la canción, esa invención que mezcla música y literatura, y que tal vez sea el protolenguaje de la humanidad. Por otro lado, existen en todas las culturas palabras que llaman al silencio, y que en el oriente las denominan de mantras. Los mantras serían los nombres de Dios, que cantados se vuelven líquidos, diluyendo el ego para que algo nuevo (y no dicho) acontezca. Así, ahora acepto y entiendo perfectamente cuando los curas me decían que cantar era orar dos veces.

Juntar la canción y el silencio conciente fue lo que me aproximó del yogui Ramana Maharishi, quien con una mirada y una sonrisa disolvía los egos de sus visitantes (hay una foto suya que produce ese mismo efecto en mí). Por lo demás ya no consigo participar de ningún grupo específico, ni de ningún templo, pues ahora mi corazón pasó a ser el Lugar obligatorio, donde lo sagrado se hace carne, o por lo menos lo intenta tercamente, a cada instante, no teniendo palabras para describirlo.


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